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 CARLOTA: EL ÚLTIMO SECRETO                      

                            

                             Toda foto es un objeto surrealista, inmóvil, preciso,

                                        absurdo, fascinante, encontrado.

                                                                                   Susan Sontag

 

                                        Una  fotografía es un secreto sobre un secreto y

                                        cuanto más nos dice menos sabemos.

                                                                                   Diane Arbus

 

 

El Retrato de Carlota Ferreira, pintado por Juan Manuel Blanes en 1883, constituye una de las imágenes más inquietantes, no solo para los amantes de lenguaje pictórico sino también para quienes lo ignoran. Curiosamente este sentimiento, mezcla contradictoria de atracción y repulsa, ha atravesado el tiempo resistiendo a  los cambios de gusto de varias generaciones y a las  tempestades críticas del modernismo.

 

Esta exposición de pinturas denominada Carlota a los cuatro vientos, de Fernández Graña (Pati FG), no hace más que instalarnos en el último capítulo del enfrentamiento con este enigma, en circunstancias más propicias para develar nuevas facetas de esta obra icónica.

 

Por de pronto, ante esta especie de super-realismo de la efigie de Carlota Ferreira, se tiene la sospecha de encontrar algo más que una imagen pictórica. Intuimos que infiltrada en ella se esconde un doble fotográfico que le insufla su tensión hacia lo real, su ambigüedad y también todos sus fantasmas.

 

Tal hipótesis tiene asidero, ya que su autor supo valerse de la fotografía como documentación para sus composiciones historicistas, mucho antes que la fotografía  alcanzara su actual estatuto artístico.

 

Para corroborarlo bastaría aplicar a la representación pictórica de Carlota los términos de la caracterización que hace Susan Sontag de la fotografía. El primero: objeto con carácter surrealista (en este caso nunca mejor que el término “super-realista”) dado su peculiar carácter de “revelación” automática. Segundo: inmóvil, pero de una inmovilidad operática, donde el gesto teatral es sacrificado en función del canto. Tercero: preciso. Para confirmarlo atengámonos a la descripción que le dedica Fernando García Esteban: “Blanes no hace interpretaciones personales, no se proyecta a si mismo: no transforma el tema en motivo: lo encara; tampoco lo inquietan los misterios psicológicos. Llega a un equilibrio justo y lo mide por la calidad de lo exterior que observa y cuya estructura visual potencia como profundo choque sensorial”.

 

Todos coinciden que en este retrato de Carlota Ferreira, Blanes llevó a cabo esta dimensión a un extremo excepcional en toda su trayectoria. La monumental imagen de la modelo está enfocada minuciosamente y con precisión desde el primer plano hasta el más distante del empapelado del fondo. Este sería el aspecto menos fotográfico del cuadro. Pero paradójicamente es fotográfico puesto que, no por casualidad, fue la cámara fotográfica la que llevó a los pintores a descubrir que el ojo solo es capaz de enfocar en un plano, desenfocando tanto hacia adelante como hacia atrás suyo. La sombra arrojada sobre la pared en el retrato de su hermano Mauricio está desenfocada mientras que el retratado y el perro en un mismo plano están enfocados. En cambio, en el retrato de Carlota todo aparece enfocado: tanto el primerísimo plano del ramo de rosas en su robusto pecho como su monumental figura y hasta el más distante empapelado decorado del fondo. He aquí lo que produce ese efecto de superrealidad, cuyo ejemplo superlativo en la historia del arte es el cuadro El Matrimonio Arnolfini, de van Eyck y que, contemporáneamente, ejemplifican obras como Taxi amarillo y la  delirante serie de Vidrieras del artista pop Richard Estes.

 

En cuarto lugar, Susan Sontag propone en su abordaje de la fotografía los términos absurdo y fascinante, encontrado, calificaciones que fácilmente podemos proyectar en la Carlota de Blanes, personaje que llamara la atención de críticos, como lo afirma sin ambajes la italiana Margarita Sarfatti: “se comprende que esta mujer bigotuda y gruesa, precipitara la tragedia entre padre e hijo, ambos prendados de su embrujo carnal… Blanes se conforma en este retrato con la naturaleza agresivamente plebeya del modelo, en una obra super-realista por su extremado realismo y su impresionante fuerza vital” (Espejo de la  pintura actual.)

 

No es de extrañar entonces que para los pintores de varias generaciones, desde Vicente Martín a nuestros días, la inquietante efigie de Carlota siga siendo un icono, ya que alimentada por la tradición oral y la falta de apoyo documental, la dimensión conceptual e imaginativa que la rodea persiste. Teniendo en cuenta también las circunstancias que ubicaban a Carlota en el vértice de este triángulo de fuerzas, algunos autores teatrales tampoco han permanecido indiferentes a su embrujo, (Milton Schinca, Nuestra Señora de los Ramos, 1991. Y no es de extrañar que ya la crítica de García Esteban aludiera a la dimensión teatral de su figura.)

 

Fernández Graña desarrolla motivaciones propias para la elección del protagonismo iconográfico de la Carlota de Blanes, incorporándose, de tal modo, a la corriente de los pintores “citacionistas” o “apropiacionistas” que irrumpieron en la década de los años ochenta del siglo pasado, tales como Mike Bidlo, Sherrie Levine y el peruano, radicado en Francia, Herman Braun Vega, entre otros.

 

Los pintores que la precedieron no dejaron de ponerse del lado de Blanes, del pintor. O sea, la retomaron sólo como motivo pictórico. Por el contrario, se podría decir que Fernández Graña se pone del lado de la modelo. Pese a la aparente amabilidad de sus obras, es posible advertir el protagonismo de un subconsciente ataque, un desmembramiento del torso-corset de Carlota. García Esteban alude a su “opulencia geometrizada”, a la “turgencia oprimida” de su figura, “El cuerpo tan duramente oprimido por las convenciones de una moda ortopédica insoslayable”.

 

En las sucesivas versiones que hace de su retrato, Fernández Graña convierte el corsé de Carlota en un puzzle geometrizado, liberándolo de su significación opresiva. Es oportuno recordar las reflexiones de Thorstein Veblen quien anota en Teoría de la clase ociosa que “el corsé es sustancialmente una mutilación que la mujer debe soportar  con la finalidad de reducir su  vitalidad, provocando de forma clara y duradera su inhabilidad para el trabajo… viéndose recompensada por una serie de ventajas en lo referente a su reputación, que se deriva de su aumento en fragilidad y discreción”.

 

Ese emblemático estallar del corsé instaura una Carlota coherente con el espíritu del arte pop, transfiriéndola a nuestra época, al mundo moderno, a la sociedad de consumo, a una sociedad donde la mujer trabaja, pero también reclama el derecho a la belleza, a beneficiarse de los placeres de una moda no represiva, hedonista, a convivir con el anonimato. Por lo mismo la decoración del empapelado que Blanes eligió representar como fondo de la Carlota en sus obras se emancipa y en algunos casos hasta entabla diálogo irónico con el cinético blanco y negro del código de barras. Y el protagonismo del color atonal que implícitamente alude a la omnipresente publicidad, callejera, televisiva, de los medios gráficos. Por eso los repetitivos temas decorativos, los lunares y bandas de colores sobreabundan sin inhibición en la mayoría de las pinturas aquí expuestas.

 

Es así como estas pinturas nos ayudan de alguna manera a develar un último secreto tras la efigie pictórica de la Carlota de Blanes y sobre el proceso creativo de esta obra magistral, que aún no se había tenido en cuenta. La fotografía no llegó de un día para el otro a la pintura. Fue un sinuoso proceso que se inició casi clandestinamente. Por ello tal vez nos encontramos ante otro indocumentado secreto tras de la pregnante imagen de Carlota, un anónimo cómplice de Blanes en las sombras: la fotografía y sus fantasmas.

 

 

Las infinitas reflexiones sobre la fotografía oscilan entre destacar por un lado su peculiar vacío de sentido, ese terrible mutismo (Van Lier) y la obsesión de existencia, la presencia de lo real. Si aplicamos el primer término encontraríamos allí la razón de que tanto artistas plásticos como autores teatrales desde Blanes a nuestros días  pretenda adjudicarle un sentido a la Carlota sin obtener respuesta alguna. El segundo término aportaría la excepcional presencia de lo real que no puede ser explicada exclusivamente por artificios pictóricos o compositivos: una presencia de lo real, sin la cual sería imposible que otra mujer puesta en su lugar pudiera reflexionar, como lo hace implícitamente en esta muestra, sobre su condición en la sociedad, en el mundo. Y la efigie de Carlota una vez más vuelve a asumir mágicamente su original condición de  huella.

 

                                                                       Miguel A. Battegazzore

Punta del Este, marzo 2013

 

 

 

 

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